Redactado por: Misión
Educar el corazón de los hijos es tocar lo más profundo de su ser, pues es ahí donde se da la capacidad de amar y de recibir amor. No es una empresa fácil de acometer, pero sí una tarea sencilla de expresar en una idea: se trata de que los padres ayuden a sus hijos para que brote de su corazón el gusto por hacer el bien.
Decía san Juan Pablo II en la Encíclica Redemptor Hominis que la vida de un hombre “está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”. Según la filósofa y orientadora familiar Beatriz Londoño, educar el corazón significa precisamente enseñar a amar: “Es educar a la persona desde su centro más íntimo, pues las personas están hechas por amor y para amar, y el corazón es donde está la verdad, es de donde brotan las decisiones, es la sede del amor”. Y la familia es el lugar donde estamos llamados a conocer el significado de la palabra “amor”. Es tarea de los padres educar a los hijos en la cultura del amor.
“Lo bueno de ser bueno”
Para educar el corazón es necesario ayudar a los hijos en el desarrollo de virtudes, porque los actos de virtud son los actos con los que mostramos el amor. Y para esto se han de -aprovechar los momentos de la vida diaria, especialmente en las expresiones cotidianas del amor conyugal, “que es el cimiento firme sobre el que asentar la educación del corazón de los hijos”, explica Londoño. Por ejemplo, “para educar a un hijo en la virtud de la generosidad es necesario que él vea que sus padres ayudan desinteresadamente a otros: a su cónyuge, a sus hijos, a personas ajenas a la familia…”. El hijo tiene que saber que la generosidad no es dar lo que uno quiere, sino lo que el otro necesita.
En este sentido, los padres deben acompañar a su hijo a descubrir “lo bueno de ser bueno”. Siguiendo con el ejemplo de la generosidad, pueden ayudar al hijo a experimentar en el corazón el gusto por hacer un pequeño acto bueno por otra persona. Y lo mismo se hará con todas las virtudes: practicando pequeños gestos en que los hijos adquieren el gusto por hacer el bien.
Las personas están hechas por amor y para amar en lo concreto, es decir, practicando la virtud
Amor fraterno
Para educar el corazón de nuestros hijos es fundamental también que los padres eduquen en el amor a los hermanos. “Todo lo que hagamos por enseñarles a tratarse bien entre ellos les ayudará a ser mejores personas, algo que transciende a la familia pues estos hijos serán mañana ciudadanos que harán mejor la sociedad”, agrega Londoño. Si volvemos al ejemplo de la generosidad, quien no ha sido capaz de ser generoso en su casa, difícilmente lo será fuera de ella.
Pero educar en el amor fraterno no es fácil. Según Londoño, hay que enseñarles “a conocer a sus hermanos para comprenderlos, no para juzgarlos. Y para ello hay que hablar con cada uno de las cualidades, defectos y diferencias de los otros, dejando claro que buscamos conocernos para comprendernos y ayudarnos, sin dar cabida a la crítica ni a la murmuración”.
En este sentido, Londoño destaca un lema para transmitir cómo debe ser la relación entre hermanos: “Seamos leales”. Y pone el ejemplo de una familia en la que los padres hablan con cada uno de sus hijos sobre sus hermanos. Juntos describen virtudes y defectos que pueden ayudarle a mejorar, sin caer en la crítica: “Esa costumbre ha creado en esa familia una gran unión entre todos. Cada hijo ha ido descubriendo que en su casa jamás se hablará mal de él, y que jamás le serán desleales”, relata.
El ritmo pausado del corazón
Cuando hay una educación pobre del corazón, los jóvenes se habitúan a vivir dominados por los ritmos de la tecnología, por el ruido. No cultivan la paciencia necesaria para vivir el ritmo pausado que los procesos de la interioridad humana requieren.
“Esto en la juventud es fatal porque los procesos de interioridad van forjando el ‘quién soy yo’, y nuestros hijos corren el riesgo de perder su centro”, advierte Londoño. Además, es probable que eviten hacerse las preguntas decisivas de la vida: ¿Quién soy realmente? ¿Qué busco? ¿Qué sentido quiero que tenga mi vida? ¿Por y para qué estoy en este mundo? ¿Quién quiero ser para los demás? ¿Y para Dios? “Estas preguntas nos llevan al propio corazón. Si los hijos las evitan es porque no tienen cultivado su mundo interior: tienen miedo al silencio, a quedarse a solas con su corazón. Es en los momentos de soledad cuando esas preguntas brotan y no podrán mentirle a su corazón”.
Las consecuencias de acallar el corazón son graves, explica Londoño, porque “cuando no se aprecia lo específico del corazón, perdemos las respuestas que la sola inteligencia no nos puede dar”.
El aislamiento detrás de las pantallas puede entorpecer la educación del corazón
Individualismo y pantallas
La sociedad actual no sólo no ayuda a los padres a educar el corazón de sus hijos, sino que los obliga a nadar a contracorriente… Contra una corriente caudalosa e intensa. En este sentido, Londoño identifica tres caballos de Troya que habrá que combatir.
El primero es el individualismo exacerbado por el uso descontrolado de las pantallas, que generan en los hijos aislamiento y hermetismo. Los niños y jóvenes se encierran en ellos mismos y no consiguen relacionarse con normalidad. “Se va perdiendo la capacidad de comunicarse verbalmente. Esto es muy grave, porque el contacto con el otro no se da sin la palabra y hoy no se entiende el valor de la palabra”. Otro caballo de Troya es la inteligencia artificial, que, según Londoño, nunca podrá suplir a las relaciones humanas, la caricia de un padre, el olor de la casa de la abuela, el partido de fútbol con los compañeros… “La IA puede llegar a vaciarnos el corazón de la ternura de las relaciones interpersonales”, alerta.
Por último, es muy peligrosa la corriente que afirma que “yo soy lo que siento”, “porque lo que creemos y lo que queremos procede de las dimensiones superiores de la personalidad. Sin embargo, lo que nos apetece procede de nuestra dimensión instintiva. Las emociones y los sentimientos son espontáneos y variables: un día amanecemos sintiendo en positivo: ‘quiero a mi marido, mis hijos son buenos, me encanta mi trabajo…’, y al día siguiente, sin que hayas cambiado el marido, ni los hijos, ni el trabajo, quisiéramos tirar todo por la borda”, comenta Londoño. Y añade que “nuestra forma de sentir la vida es variable, y si eso no se maneja desde la inteligencia, la voluntad y el corazón estamos perdidos”.