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EL PAN DEL ALMASemanario Dominical
domingo, 31 agosto 2025 / Published in Para Reflexionar

Las “Locuras de Amor” de Santa Rosa de Lima

Isabel Flores de Oliva, más conocida como Santa Rosa de Lima, es una de las figuras religiosas más queridas y representativas del Perú y de América Latina. Su historia, marcada por la sencillez, la radicalidad y el amor profundo a Dios, revela cómo una joven común, en medio de tensiones familiares, culturales y sociales, se convirtió en un ícono de santidad universal.

De Isabel a Rosa de Santa María
Nacida en Lima en 1586, fue bautizada como Isabel, pero desde pequeña recibió el apodo de “Rosa” debido a la belleza de su rostro, que semejaba la frescura de una flor. Al principio, este nombre le causaba fastidio, pues en su entorno se convirtió en motivo de bromas y hasta discusiones familiares. Solo con el tiempo, tras una experiencia espiritual profunda, aceptó con gozo llamarse Rosa de Santa María, un título que resonaba con fuerza poética y mística. Finalmente, la historia la consagró con el nombre de Rosa de Lima, primera santa de América.
Su vida temprana estuvo marcada por la presencia constante de su hermano Hernando, dos años mayor, quien fue su confidente, compañero de juegos, guardaespaldas y testigo de sus secretos. Juntos compartieron labores sencillas, como levantar una pequeña casita de adobes, y confidencias más profundas, como las dudas y consuelos que Rosa experimentaba en su búsqueda espiritual. Hernando fue el testigo privilegiado de su intimidad con Dios y de las pruebas que la rodearon.

Una juventud de amor y sufrimiento
Desde niña, Rosa sintió un fuerte llamado al amor de Cristo. Sin embargo, su respuesta estuvo acompañada de un estilo de vida riguroso y penitente que hoy puede parecernos excesivo. Realizaba ayunos extremos, prácticas de mortificación corporal y disciplinas que sorprendían incluso a sus familiares y contemporáneos. Algunos observadores modernos las interpretan como expresiones de un desequilibrio psicológico. Sin embargo, vistas en su contexto, aquellas prácticas formaban parte de los modelos culturales de santidad del siglo XVII, en los que el sacrificio y el dolor se entendían como formas de unión con el Crucificado.
En nuestra época, acostumbrados a otras formas de “sacrificio”, como dietas extremas o perforaciones corporales en busca de belleza, resulta difícil comprender el sentido de estas penitencias. Pero, así como hoy muchos jóvenes se someten a modas dolorosas por amor a la apariencia, Rosa se sometía por amor absoluto a Dios. Su radicalidad no fue fruto de una moda pasajera, sino de un corazón enamorado que encontró en la cruz la expresión máxima de su entrega.

Santos y “locuras” de amor
La historia de la Iglesia está llena de santos que, desde sus inclinaciones más peculiares, fueron llamados a la santidad. Francisco de Asís, con su espíritu alegre y poético; Tomás de Aquino, con su dedicación “excesiva” al estudio; Teresita de Lisieux, con su aparente “insignificancia” de lo cotidiano; Toribio de Mogrovejo, con su tenacidad apostólica; y Don Bosco, enfrentado a las dificultades juveniles de su tiempo.
En todos ellos, lo que parecía “locura” a ojos humanos se transformó en un camino de gracia. Rosa de Santa María no fue distinta: Dios no anuló sus inclinaciones ni sus deseos de austeridad, sino que se valió de ellos para mostrar su grandeza. Su santidad consistió en vivir lo cotidiano de manera extraordinaria, asumiendo la cruz como signo de amor desbordante.

Rosa murió joven, a los 31 años, dejando una huella imborrable en la memoria colectiva. Su figura trascendió la Lima virreinal y alcanzó resonancia universal, convirtiéndose en la primera santa canonizada del continente americano. Su imagen, representada con el hábito dominico, la corona de rosas y el rostro sereno, fue transmitida desde la infancia a generaciones de peruanos, que aprendieron a amarla como parte de su identidad cultural y espiritual.
Sin embargo, más allá de la devoción popular, Rosa ofrece un ejemplo de santidad profundamente humano. Sus penitencias, que pueden parecernos extrañas, fueron expresión de un amor apasionado por Dios. Lo esencial no está en imitar literalmente sus prácticas, sino en descubrir el motor que las impulsaba: el amor total y radical al Señor.
Ese mensaje sigue vigente. Hoy, cada persona —estudiante, madre, trabajador, artista, bombero o anciano— puede encontrar en sus propias “locuras cotidianas” un camino hacia la santidad. Estudiar con pasión, cuidar con entrega a la familia, trabajar con sacrificio, servir a los demás con generosidad o dar la vida por vocación son modos actuales de vivir la radicalidad del Evangelio. La santidad no se mide por el tipo de penitencias, sino por el grado de amor que anima cada acción.

Hernando, testigo privilegiado
Un aspecto poco recordado, pero significativo, es la figura de Hernando, el hermano de Rosa. Él fue su aliado en las pequeñas y grandes batallas de la vida, y el único que compartió de cerca sus secretos más íntimos. Gracias a su testimonio, muchos detalles de la vida de Rosa llegaron a conocerse, pues incluso tuvo que declarar bajo juramento ante la Iglesia. Su presencia muestra que la santidad no se vive en soledad, sino que necesita de vínculos humanos, de complicidades fraternas que sostienen el camino.
Hernando representa, en cierto sentido, la mirada que todos estamos invitados a tener: la de acompañar, proteger y descubrir en los demás la obra que Dios realiza.

Conclusión: Rosa, signo de amor
Santa Rosa de Lima es mucho más que una figura de devoción o un ícono religioso. Es un testimonio vivo de cómo Dios transforma la vida ordinaria en extraordinaria, cómo el amor puede hacer del sufrimiento un canto, y cómo cada persona, desde su realidad concreta, puede responder al llamado de la santidad.
Su vida nos interpela a mirar nuestras propias “locuras” con esperanza: lo que parece insignificante o excesivo a los ojos del mundo puede ser el terreno fértil en el que Dios siembre su gracia.
En Rosa descubrimos que la santidad no es uniforme ni lejana, sino cercana, apasionada y profundamente humana. Su ejemplo nos invita a vivir cada día con amor radical, confiando en que el Señor puede hacer de nuestras debilidades un camino hacia la plenitud.

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