Cuenta una anécdota que cuando un joven seminarista, Ángelo Roncalli —quien años después sería el Papa Juan XXIII— fue invitado a un gran evento, buscó con timidez el último banco. Alguien lo miró y le preguntó: “¿Por qué se sienta allí?”. Él respondió con serenidad: “Porque de allí nadie me moverá”. Aquella respuesta sencilla se convirtió en una lección de vida: quien elige el último lugar ya no teme perder nada, porque lo ha dejado todo en manos de Dios.
La humildad no es una estrategia social ni un gesto de falsa modestia, sino una forma de vivir en la verdad. Como dice el Papa Francisco, “la humildad es el camino hacia Dios, porque Él se abaja hasta nosotros”. Ser humildes significa reconocer con gratitud lo que somos, aceptar con paz nuestras limitaciones y abrirnos al servicio de los demás.
En un mundo que corre tras los primeros puestos, la humildad de Cristo —que nació en un pesebre, lavó los pies de sus discípulos y murió en la cruz— nos recuerda que la verdadera grandeza está en amar y servir. Por eso, quien se sienta en el último lugar descubre que allí comienza el camino hacia el corazón de Dios.