La escena del evangelio es conmovedora. Todos se marchan. Todos huyen. Solo quedan Jesús y la mujer, cara a cara, sin máscaras. Ella, humillada y vulnerable. Él, sereno, firme, pero lleno de ternura. Y entonces, esa pregunta que lo cambia todo: ¿Dónde están tus acusadores? Jesús no pregunta por curiosidad, sino para abrirle los ojos a la mujer… y también a nosotros. Es una pregunta que desnuda la verdad.
No hay condena. No hay castigo. Solo un llamado profundo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.” Este gesto de Jesús no justifica el pecado, pero abre la puerta a la esperanza, a una vida nueva. Jesús siempre mira el corazón y ofrece caminos de conversión.
Los que venían con piedras, llenos de juicios y superioridad moral, se han marchado. No porque la mujer sea inocente, sino porque nadie está libre de pecado.
“Dios no se cansa de perdonar – dice el Papa – somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón” Estamos llamados a ser más como Jesús: no piedras en la mano, sino brazos abiertos. Que nadie se sienta juzgado sin antes haber sido escuchado, comprendido, acompañado.
Jesús no condena, levanta. No destruye, reconstruye. No humilla, dignifica.