Cuando un embarazo presenta complicaciones o se detectan anomalías en el feto, a muchas madres se les plantea el aborto como la única salida posible. Sin embargo, la convicción de que la vida no pertenece al ser humano, sino a Dios, ha permitido que niños como Rubén y Juan Pablo vivan hoy.
Cada año, miles de bebés con problemas de salud mueren por falta de atención médica. Ante casos de malformaciones, enfermedades graves o riesgos para la madre, la mayoría de los profesionales sanitarios aconsejan interrumpir el embarazo. Pero los testimonios de quienes han decidido apostar por la vida ponen en duda la legitimidad de esta práctica.
Ese fue el camino de Pablo Plaza y Sara Ares, un matrimonio católico que, tras diez años intentando concebir, vio su deseo cumplido de forma inesperada: un mes después de acoger a un niño, Sara quedó embarazada. “Ese fue nuestro primer milagro”, cuentan. Todo iba bien hasta la semana 20, cuando se detectó un acortamiento del cuello uterino y un saco amniótico prolapsado, situación que ponía en riesgo la gestación.
Un camino de sufrimiento
Desde entonces, la pareja comenzó un difícil recorrido, sin esperanza por parte de los ginecólogos. Al no recibir alternativas médicas, Sara optó por el reposo absoluto, decisión que luego los doctores valoraron positivamente.
En la semana 21, el saco se rompió, pero los protocolos impidieron cualquier intervención antes de la semana 24. “El ginecólogo me dijo que el embarazo no era viable y me mandó a casa. Pero yo no podía rendirme: este es el hijo que Dios me ha dado, le dije. Entonces me derivó al jefe de Neonatología, el primero que nos ofreció esperanza”, recuerda Sara.
Presión para abortar
Las dificultades no cesaron. Sin líquido amniótico, el feto no podía desarrollar sus articulaciones ni su cráneo, lo que hacía prever secuelas graves. “Sentía que todos los médicos esperaban que abortara, porque había motivos legales para hacerlo”, explica.
Sin embargo, Pablo y Sara insistieron en salvar la vida de su hijo, organizando reuniones con ginecólogos y neonatólogos y apoyados por la oración de su comunidad del Camino Neocatecumenal.
El milagro de Rubén
Cuando todo parecía perdido, la Providencia se hizo presente. “Dejé de resistirme y entregué mi sufrimiento a Dios. Era Adviento, tiempo de espera y esperanza”, relata Sara.
El 18 de diciembre de 2019, con 23 semanas y cinco días, los médicos provocaron el parto. El bebé nació sin vida. Intentaron reanimarlo sin éxito, hasta que su padre, Pablo, lo bautizó vertiendo unas gotas de agua sobre su diminuta cabeza. En ese momento, su corazón comenzó a latir. El personal médico fue testigo de ello. Rubén sobrevivió cuatro meses en la UCI neonatal y hoy es un niño sano.
El niño que no podía vivir
Algo similar ocurrió con Juan Pablo, otro bebé al que los médicos no daban esperanza de vida. Le auguraban un estado vegetativo si lograba sobrevivir. Hoy, con nueve años, es un niño completamente sano y acaba de celebrar su Primera Comunión.
Su historia apareció por primera vez en Misión en 2011, cuando su madre, María Ángeles, seguía hospitalizada en La Paz con diagnóstico de bolsa rota. El ginecólogo le dio una probabilidad de una entre mil de que el embarazo llegara a término, recomendándole interrumpirlo. Pero, tras una intensa oración en la capilla, su esposo Tomás sintió que Dios les concedía el milagro que pedían.
Gracias a la intervención de un médico cristiano que aumentó sus posibilidades, y tras cuatro meses de reposo, nació Juan Pablo. “El Señor tiene algo grande preparado para él —afirma su madre—, de lo contrario, no habría insistido tanto en que viviera”.
Vida que engendra vida
El “sí” de estas familias ha sido fuente de esperanza para muchos. Tomás y María Ángeles se consideran “padres espirituales” de 17 niños que iban a ser abortados, pero cuyas madres decidieron continuar sus embarazos tras conocer su testimonio. Incluso su propio ginecólogo los contacta cuando hay casos similares, para que acompañen y animen a otras familias.