Patrona de las Misiones y Doctora de la Iglesia, Teresa de Lisieux dejó grabadas frases que revelan la hondura de su alma: “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el AMOR” y “Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”.
María Francisca Teresa Martín Guérin nació en Alençon (Francia) el 2 de enero de 1873 y fue bautizada dos días después. Era hija de Luis Martín y Celia Guérin, ambos canonizados y recordados el 12 de julio. Fue la menor de nueve hermanos, de los cuales sobrevivieron cinco niñas. Tras la muerte prematura de su madre, cuando Teresa tenía apenas 4 años, la familia se trasladó a Lisieux, a la casa que llamaron “Les Buissonnets”. Allí creció bajo el cuidado de sus hermanas mayores y el cariño entrañable de su padre, a quien llamaba “mi rey”.
De carácter tímido y sensible, la convivencia en el internado de las benedictinas le supuso un reto. A los diez años sufrió una extraña enfermedad de la que, según ella, fue sanada por la Virgen. En ese tiempo recibió la Primera Comunión y la Confirmación. El ingreso de sus hermanas en el Carmelo la marcó profundamente, como si quedara doblemente huérfana.
El despertar vocacional
En la Navidad de 1887 vivió lo que llamó su “conversión”: un paso repentino a la madurez espiritual. Desde entonces tuvo claro su deseo de ser carmelita, confiando plenamente en la misericordia de Dios. Esa confianza se reflejó en su oración por Henri Pranzini, un criminal condenado a muerte que, en el último momento, besó el crucifijo antes de morir.
Con apenas 15 años, durante una peregrinación a Roma, pidió al Papa León XIII autorización para entrar al Carmelo. Finalmente, el 9 de abril de 1888 fue admitida y tomó el nombre de Sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Su vida religiosa estuvo marcada por el sufrimiento, la enfermedad y la muerte de su padre, pero también por una profunda transformación interior guiada por la espiritualidad de San Juan de la Cruz.
El 9 de junio de 1895 se ofreció como víctima al “Amor Misericordioso”, gesto que la convertiría en patrona de las misiones junto a San Francisco Javier. Poco después, la tuberculosis acabó con su vida el 30 de septiembre de 1897, a los 24 años.
Legado espiritual
Enferma, escribió por encargo de su superiora —su propia hermana— los manuscritos que hoy conocemos como Historia de un alma. En ellos dejó plasmado su “caminito”, un sencillo y profundo camino de confianza y abandono en Dios. Años más tarde, este testimonio la llevó a ser proclamada Doctora de la Iglesia por San Juan Pablo II en 1997.
Su vida conventual pasó desapercibida para muchas de sus hermanas, pero con el tiempo ha sido reconocida como una de las grandes místicas de la Iglesia, maestra de la “infancia espiritual”, una vía de santidad accesible a todos. Fue beatificada en 1923 y canonizada en 1925 por Pío XI.
Una santa actual
La grandeza de Teresa radica en haber convertido lo pequeño y cotidiano en un acto de amor infinito. Su espiritualidad, centrada en la confianza, la entrega y la sencillez, sigue siendo un mensaje urgente en un mundo marcado por el individualismo, la superficialidad y la búsqueda desmedida de poder. Ella propone, en cambio, la pequeñez amorosa, la radicalidad evangélica y el abandono confiado en Dios.
Por eso, más de un siglo después, Teresa de Lisieux sigue viva en el corazón de los creyentes y aun de quienes no lo son, cumpliendo su promesa: “Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”.