La historia de Lucía y la decisión de no responder
Lucía trabaja como maestra en un colegio parroquial de Lima. Es una mujer de carácter firme, entregada a su fe y a su trabajo. Sin embargo, llevaba semanas sintiéndose herida. Comentarios maliciosos, decisiones injustas por parte de su coordinadora. Lucía sentía que ella la recargaba de trabajo mientras aligeraba el mismo a aquellas colegas con quienes su coordinadora tiene más afinidad. Lucía sabe esto porque su coordinadora publica en sus redes sociales cada vez que participan en reuniones a las que nunca la invitan.
Todo el equipo de maestros de la coordinación a la que pertenece Lucía, participa asiduamente y con mucha disposición a la liturgia de oración que organiza el equipo pastoral del colegio. Lucía pertenece a este grupo de maestros, y lo que más le duele es el silencio de quienes pudiendo hacer algo al respecto para que ella recibiera un trato más justo, callan y no dicen nada por no contradecir a su coordinadora.
Todo dentro de ella grita por defenderse, por reclamar, por poner a cada uno en su sitio.
El Viernes Santo, Lucía acudió con su familia a la celebración de la misa. Allí escuchó la homilía del Padre Matías, quien ofició la misa. Estas palabras resonaron en su interior:
Jesús no fue crucificado por enemigos externos, sino por quienes compartían el templo, por quienes decían conocer a Dios. No resistió al mal con violencia. Subió a la cruz por amor. Dejarse crucificar no es debilidad. Es elegir el camino de la redención.
Esas palabras germinaron en lo profundo de su alma. El Espíritu Santo le reveló que dejarse crucificar no significaba hacerse la víctima, sino unirse a Cristo en la obediencia y el silencio fecundo que transforma.
Al terminar la misa, Lucía fue a pedirle un consejo al Padre Matías quien, como su confesor, sabía de las tribulaciones por las que ella pasaba. Lucía respiró hondo y le dijo:
«Padre Matías, he decidido no hablar mal de mi coordinadora, no pelear, no buscar justificación, rezar por ella, para que Dios la bendiga. Solo quiero seguir sirviendo a las metas que ella nos propone a favor de nuestros alumnos. Y si debo pasar por este fuego de injusticias, lo haré en silencio sin protestar. Le pido ayuda a mi madrecita la Virgen María para que me enseñe a seguir a su hijo, quien fue herido por los suyos y respondió con perdón.»
El padre Matías la escuchó, le impuso las manos en la cabeza y oro con ella.
Lucia tiene un semblante distinto, irradia alegría y paz. Su esposo en casa lo nota, sus hijos también. Aquel día en el almuerzo familiar, alrededor de la mesa, ella dio testimonio a sus hijos y esposo del valor misterioso y salvífico que tiene la cruz personal; les contó lo que había acontecido y de cómo el Padre Matías le había impuesto las manos y orado con ella. Ellos viéndola a ella así, conmovidos todos por la paz que había en su alma, la abrazaron. En sus corazones palpitaba una gratitud hacia Dios de la que todos eran parte como familia, iglesia doméstica. Esa paz recibida ya no solo estaba en Lucia, era ella y su entorno.
Las semanas siguientes, ocurrió un cambio en el contexto en el que Lucía trabaja. No de inmediato, pero sí sostenidamente, como la semilla de la Palabra de Dios que había germinado en su interior cuando escuchó la homilía aquel Viernes Santo. Su silencio no fue cobardía, fue sabiduría. Su mansedumbre no fue pasividad, fue fortaleza, dones del Espíritu Santo. En ella, sus colegas vieron un reflejo de una cruz aceptada, no por resignación, sino por fe y se maravillaron de que entre ellos exista una persona capaz de actuar con paz y alegría, pese a ser víctima de una injusticia notoria.
Cuando uno decide no devolver mal por mal, cuando perdona a pesar del dolor, cuando elige el amor por encima del orgullo, entonces se manifiesta uno de los milagros más grandes que obran en la Iglesia: el amor entre hermanos. Como decía el mundo al ver a los primeros cristianos:
Mirad cómo se aman
Juan 13,35
Ese amor no es sentimentalismo, es fruto del Espíritu Santo, que hace posible lo imposible: que perdonemos, que volvamos a empezar, que sigamos caminando como comunidad a pesar de nuestras heridas. La cruz no es el final. Es la condición del amor verdadero. Y ese amor, vivido entre los fieles, es el testimonio más potente de que Cristo vive y actúa en su Iglesia.

Reflexión
Cristo sube a la cruz. No es empujado. Se deja crucificar. Es la puerta a la vida eterna. En la cruz se desvela el misterio del amor: un amor que no se impone, que no se defiende, que se entrega.
También nosotros estamos llamados a subir a la cruz: la cruz del silencio fecundo, de la paciencia ante la injusticia, de la entrega sin rencor dentro de la propia comunidad, y de nuestro propio hogar, iglesia doméstica.
Esto no significa permitir abusos ni maltrato sin sentido, sino tener el discernimiento que revela el evangelio:
Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas.
Mateo 10, 16
Es saber cuándo callar por amor, y cuándo hablar también por amor. Pero siempre con la verdad, con Cristo en el corazón.
Acciones concretas para hoy
En la familia: Si hay heridas en casa, si hay cruces que cargar, abraza esa cruz con oración. No reacciones con ira, sino con firmeza en el amor.
En la comunidad de fe o trabajo: Si sufres incomprensiones o rechazos, no te bajes de la cruz. Más bien, transfórmala en altar, en lugar de oración, de madurez y de misericordia.
Jesús no se bajó de la cruz. No porque no pudiera, sino porque sabía que allí estaba nuestra salvación.
Hoy, si tu cruz te pesa, no estás solo. En ella, Él ya te espera. Deja que sea también tu puerta al cielo.