La pregunta que el escriba hace a Jesús es típica de su tiempo. Los rabinos habían identificado 613 mandamientos y pasaban horas discutiendo su importancia: ¿Todos los mandamientos tenían el mismo valor? ¿Cuál era el más importante?
Amar a Dios y amar al prójimo.
No es extraño, entonces, que el escriba se acerque a preguntar: «Jesús, ¿me puedes decir qué mandamiento es el primero de todos?» Si hiciéramos esa misma pregunta a diversas personas, recibiríamos múltiples respuestas. Y, aun así, la cuestión va más allá: ¿quién es el verdadero maestro del amor? ¿Quién tiene la autoridad para enseñarnos a amar? ¿Quién es la fuente de todo amor?
El escriba se dirige a la persona adecuada. Preguntar a los hombres solo genera dudas; hay que preguntar solo a Jesús.
Toda la Biblia, todos los mandamientos, se sintetizan en una sola palabra: amor. Jesús no fue el primero en hablar del amor, pero fue el primero en unir dos dimensiones complementarias: amar a Dios y al prójimo.
Para el que ama no hay mandamientos
Para quien ama, los mandamientos son innecesarios. El amor no es una orden, es una necesidad. La historia de la salvación es la historia del amor de Dios, y cada uno de nosotros somos un milagro de ese amor. Nuestro Dios no es un tirano, ni un legislador de minucias, ni amante de la obediencia ciega. Él es el Dios de la libertad que viene del amor. Y el creyente elige amar a Dios, aunque no siempre sea fácil.
Cuando el amor y la ley parecen entrar en conflicto, es el amor el que debe tener la última palabra. Si alguna vez amar a Dios y amar al prójimo parecen contradictorios, elige al prójimo, y acertarás. Porque para quien ama de verdad, no hay mandamientos; solo hay entrega y dedicación. Como dice el Papa, “mientras haya un hermano o una hermana a quien cerremos nuestro corazón, estaremos todavía lejos de ser verdaderos discípulos de Jesús”.