La oración insistente no es una fórmula repetida hasta el cansancio, ni una súplica que pretende torcer la voluntad de Dios. Es, más bien, el lenguaje de los que aman con fe y confían sin rendirse. Es la expresión del alma que no se cansa de esperar, porque sabe que al otro lado está un Padre que escucha.
El Papa León XIV nos recuerda: “Dios no responde a la prisa, sino a la perseverancia; la oración insistente es el pulso constante de un corazón que no deja de creer”.
Una madre rezaba cada noche por su hija enferma. No pedía milagros, solo fuerza para seguir amándola. A los pies de la cama, mientras sostenía su mano, murmuraba siempre la misma oración: “Señor, no me sueltes”. Un día, la niña abrió los ojos y le dijo: “Mamá, siento que Dios me abraza cuando tú rezas”.
La oración persistente no cambia a Dios, nos cambia a nosotros. Nos vuelve más dóciles, más abiertos, más fuertes en la espera. Como dijo Jesús: “Llamen, y se les abrirá”. Pero no una vez… sino tantas como el amor lo necesite.
Orar sin cansarse es amar sin condiciones.