La herida original del deseo
Desde el primer llanto que busca el abrazo materno hasta el último aliento que se aferra a la existencia, el ser humano vive movido por un deseo constante. El niño aguarda el regreso de quienes lo cuidan; el joven sueña con amar y ser amado; el adulto desea estabilidad y trascendencia; el anciano anhela serenidad. Ese impulso no es solo personal, sino comunitario y global: los pobres aspiran a oportunidades y dignidad, los países ricos, a menudo, buscan un sentido que la abundancia no llena. Así habitamos una falta interior, una apertura hacia lo que vendrá, un “todavía no” que ilumina y al mismo tiempo hiere el presente.
En medio de esta gran espera universal, las religiones ordenan y dan lenguaje a esa necesidad profunda. El cristianismo la resume con una palabra: Adviento. No como nostalgia por un futuro incierto, sino como la tensión gozosa de una promesa ya iniciada que relativiza todas las esperanzas menores.
La anatomía del deseo: una espera inscrita en lo humano
La condición humana solo se comprende desde este avanzar hacia adelante. Somos seres en proceso, siempre proyectados al mañana. Pedro Laín Entralgo lo expresa con contundencia en La Espera y la Esperanza: vivir es saberse en espera, es ser espera. Y esta expectativa moviliza cultura, ciencia, arte y civilización. Leonardo Boff lo formula de otro modo: el hombre es un ser abierto al horizonte, sostenido no solo por el pan, sino por el sentido y la esperanza que lo orientan.
Mircea Eliade mostró que las culturas antiguas aguardaban la renovación del mundo mediante sus ritos, confiando en el retorno del gesto creador inicial. La modernidad trasladó ese anhelo al progreso, la revolución o la tecnología. Pero Bauman advierte que en la “modernidad líquida” la felicidad se convierte en un deseo perpetuo más que en su satisfacción. El deseo impulsa, pero puede volverse prisión si no encuentra un destino verdadero donde descansar.
Cartografía de la esperanza: entre la necesidad y el sentido
Hoy, las expectativas se diversifican y tensionan. Para los pobres, la esperanza se llama pan, vivienda, trabajo; para la clase media, estabilidad y futuro para los hijos; para los privilegiados, sentido y legado. Jürgen Moltmann recuerda que la esperanza cristiana no adormece, sino que despierta. No es el “ya” pleno ni el “todavía no” lejano, sino el modo de vivir entre ambos. El Adviento mira hacia el cielo, pero pisa la tierra: anuncia un Reino que llega y que por eso juzga y transforma la historia. Israel esperó un Mesías liberador, y el Magníficat de María recoge esa esperanza insurgente: los poderosos caen, los pobres son levantados, los hambrientos saciados y los ricos quedan vacíos (Lc 1,52-53).
Adviento: vivir entre lo acontecido y lo esperado
Aquí surge la singularidad cristiana: el Adviento celebra una llegada ya realizada cuya plenitud esperamos. Vivimos entre la memoria del pesebre y la promesa del retorno glorioso. Ratzinger lo afirmó con claridad: el Adviento es el tiempo del presente, donde poseemos la promesa, aunque todavía en germen. La espera cristiana está habitada por una presencia. Jesús lo resume: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33), y sin embargo seguimos enfrentando tribulaciones. La victoria ya está dada, pero no plenamente manifestada.
Esta actitud se expresa en la parábola de las vírgenes prudentes (Mt 25,1-13): todas esperan, pero solo quienes permanecen vigilantes y preparadas participan de la fiesta. La esperanza cristiana actúa, no se cruza de brazos. Es la esperanza firme que no defrauda, porque el Espíritu ha derramado en nosotros el amor de Dios (Rm 5,5).
Epílogo: una brújula para tiempos distraídos
Del anhelo inicial al deseo final, descubrimos que la esperanza es la forma más alta de conocer la realidad. Ella orienta la marcha y da norte en medio de los caminos confusos. Si vivir es esperar, el Adviento revela el sentido último de esa espera. El hambre de pan, de justicia o de compañía son ecos de un deseo mayor de plenitud.
El Adviento —adventus y adveniens— no elimina mágicamente nuestras carencias: les otorga nombre y rostro en un Dios que entra en la historia para acompañar desde dentro. No evade el tiempo, sino que lo ilumina. Como escribió T.S. Eliot en Cuatro cuartetos: el final del viaje será regresar al punto de partida y verlo por primera vez. La gran esperanza no nos empuja a huir del mundo, sino a reencontrarlo transformado. Allí cada deseo humano halla cumplimiento. El Adviento denuncia la ilusión del placer inmediato y revela que la espera colmada en su raíz nos libera para amar y para actuar hoy.

