En un hospital infantil, un niño de ocho años perdió una pierna tras un accidente. Cuando le entregaron su prótesis, en lugar de llorar, sonrió y dijo al médico: “Gracias, doctor, ahora puedo volver a correr para alcanzar a mis amigos.”
Definitivamente la gratitud no siempre está en quien recibe, sino en quien ama. Porque la verdadera gratitud nace en el corazón de quien es capaz de ver el bien.
La gratitud no depende de las circunstancias, ni de los aplausos, ni de los resultados. Nace del reconocimiento de que la vida es don, es un regalo de Dios, aunque a veces duela. Cuando agradecemos, desarmamos el ego y nos reconocemos necesitados, vulnerables, humanos. Es un sentimiento antiheroico: no exige fuerza, sino humildad.
La gratitud más pura se manifiesta precisamente en medio de la ingratitud. Cuando damos sin esperar, cuando seguimos sirviendo, aunque nadie lo note, cuando elegimos el bien incluso entre injusticias y desengaños.
En un mundo donde la ingratitud se ha vuelto costumbre, la gratitud se convierte en acto de resistencia espiritual. “No olvidemos decir gracias – decía Papa Francisco – Es una palabra sencilla, pero abre el corazón a la alegría”.