Una abuela acaricia la frente de su nieto para que pueda dormir tranquilo porque no están sus padres. No le quita la soledad, no le resuelve el dolor, pero con su gesto le transmite paz, seguridad y amor.
La misericordia de Dios es el rostro más bello de su amor. No se trata solo de un perdón que borra nuestras faltas, sino de una ternura que nos levanta y nos devuelve la dignidad.
El recordado Papa Francisco nos recuerda: “La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia”. Si Dios nos trata con compasión infinita, ¿cómo no vamos a ser también tiernos y misericordiosos entre nosotros?
Cuando un padre corrige a su hijo, no lo hace para humillarlo, sino para ayudarlo a crecer. Con ternura lo guía, con paciencia lo espera, con amor lo impulsa a ser mejor. Así actúa Dios con nosotros. Y nosotros estamos llamados a vivir lo mismo.
La ternura no es debilidad, es fuerza del corazón. Es elegir comprender antes que juzgar, acompañar antes que señalar, acoger antes que excluir.
Cuando practicamos la misericordia —una sonrisa, un perdón, una mano tendida—, nos hacemos testigos vivos de ese Dios que nunca se cansa de amar.

