Redactado por: Vatican News
La fe de la Iglesia, fundada en la resurrección de Cristo, ha ofrecido siempre al mundo la esperanza de una vida más allá de la muerte. Sin embargo, con el paso del tiempo, esta promesa se ha difuminado y hoy no es tanto contestada como ignorada. Frente a esta indiferencia, los creyentes están llamados a redescubrir el valor y la belleza de la vida eterna, a devolverle su auténtico sentido. Esta tarea es aún más urgente en este año santo del Jubileo y en el momento de profundo sufrimiento que atraviesa el Santo Padre.
El itinerario de ejercicios espirituales sobre el tema de la vida eterna que queremos emprender encuentra su fundamento en la revelación cristiana. Lo iniciamos extrayendo algunas formulaciones sintéticas del Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), que ofrece una síntesis accesible del pensamiento teológico. El CIC presenta la muerte no como un fin, sino como un paso a la vida eterna, en comunión con Cristo. Este concepto hunde sus raíces en la Epístola a los Romanos, donde San Pablo afirma que, mediante el bautismo, nos unimos a la muerte y resurrección de Cristo, accediendo así a la vida nueva.
La muerte, según el Catecismo, es el momento en que se hace el juicio particular, evaluando la aceptación o el rechazo de la gracia de Dios. Sin embargo, la salvación no sólo está reservada a quienes han conocido formalmente a Cristo: el Concilio Vaticano II reconoce que quienes siguen su conciencia en una búsqueda sincera de Dios pueden acceder a la vida eterna. El CIC subraya que el juicio final no se basa en meros actos exteriores, sino en el amor vivido, haciéndose eco del pensamiento de San Juan de la Cruz: «En la tarde de la vida, seremos juzgados por el amor».
El destino último del hombre se divide en tres posibilidades: el paraíso, la condenación eterna (infierno) y la purificación final (purgatorio). El paraíso representa la plena realización del ser humano, una comunión eterna con Cristo en la que cada persona encuentra su verdadera identidad. El infierno, en cambio, se describe como la separación definitiva de Dios, pero la Iglesia nunca ha afirmado con certeza que nadie esté condenado allí. El purgatorio, por último, se considera un proceso de purificación para aquellos que, aunque en gracia de Dios, aún no están preparados para el cielo. Y quizá en este último «destino» se encuentre la originalidad de la revelación cristiana. La posibilidad de un último «momento» de purificación es la oportunidad de reconciliarse hasta el final con el amor infinito de Dios.
La reflexión de la Iglesia sobre la eternidad de la vida no pretende generar miedo, sino alimentar la esperanza, subrayando que nuestro destino depende de la libertad con que elijamos vivir en el amor. La verdadera purificación no consiste en llegar a ser perfectos, sino en aceptarnos plenamente a la luz del amor de Dios, superando la ilusión de que tenemos que ser «otros» para merecer la salvación.
A menudo nos obsesiona tener que ser perfectos, pero el Evangelio nos enseña que la verdadera «imperfección» no es la fragilidad, sino la falta de amor. El purgatorio puede verse como la última oportunidad para liberarnos del miedo a no ser suficientes, para aceptar con serenidad lo que somos, haciendo de él un lugar de relación y comunión con los demás. El purgatorio puede entenderse como el «momento» en que por fin dejamos de querer demostrar algo a Dios y simplemente nos dejamos amar. La eternidad, por tanto, no es sólo un premio futuro, sino una realidad que comienza aquí, en la medida en que aprendemos a vivir en el amor y la comunión con Cristo. Al final, nuestro destino no está escrito en el miedo, sino en la esperanza. La muerte no es una derrota, sino el momento en que por fin veremos el rostro de Dios y descubriremos que el final… era sólo el principio.