El amor, como la vejez, llega sin avisar. Nadie envejece de un día para otro, sino que, en algún momento de la vida, uno se descubre mayor.
Lo mismo ocurre con el amor: no lo vemos nacer, simplemente lo encontramos.
El evangelio de este domingo no habla sobre el amor en sí, sino sobre su muerte. Se refiere más a la desaparición del amor que al inicio de una relación. Me he preguntado muchas veces: ¿por qué tantas parejas que se casaron por amor deciden separarse? Las palabras del Evangelio son claras: “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”.
Entonces, ¿por qué hay separaciones? ¿Por qué se buscan los divorcios? ¿Por qué se quiere anular el Matrimonio Religioso? La respuesta no es sencilla. Un escritor se cuestionaba: ¿cómo reconocer las señales de que algo bello y bueno ha terminado entre dos personas que se amaban?
Según la bella expresión de D. Frank, la muerte del amor tiene que ver con “la desaparición de los signos”. ¡Y es cierto!
El amor muere cuando el otro ya no nos sorprende ni nos maravilla.
Cuando los gestos, como el saludo al llegar a casa o un simple beso, ya no ocurren. Cuando se deja de usar la palabra “te amo”. Son estas ausencias las que van matando el amor. No es casual que “amor” comience con la letra A, que simboliza arrebato, asombro y admiración.
Cuando muere el amor, la otra persona ya no nos sorprende. Para Cristo, el matrimonio es mucho más que un contrato legal; es una relación de alianza, como la que Dios ha hecho con su pueblo.
Desde esta visión, Cristo nos llama a la fidelidad conyugal, una fidelidad que solo puede sostenerse en el amor.
Como seguidores de Jesús, estamos llamados a vivir en fidelidad hasta el final, cuando los nombres de los esposos reposen juntos en el cementerio.
“Todo verdadero matrimonio, incluso el no sacramental – escribe el Papa – es un don de Dios a los esposos. El matrimonio siempre es un regalo”.