La noche había caído silenciosa sobre la Basílica de María Auxiliadora. Todo estaba listo para la gran fiesta. Las flores estaban frescas, las velas alineadas, los bancos brillaban de pulcritud. El sacristán, hombre sencillo de manos curtidas y corazón grande, se sentó unos minutos al pie del altar mayor. Su cuerpo fatigado pedía descanso, pero su alma hervía de gratitud.
Le hablaba a María con la ternura de un hijo. Le contaba de su hija enferma, que gracias a su intercesión se había sanado. De su esposa, que volvía a sonreír. De la paz que reinaba en su casa desde que cada noche rezaban juntos el Rosario.
Levantó los ojos a la imagen de María Auxiliadora, la misma que Don Bosco mandó esculpir para que protegiera su obra y a sus muchachos. Pero algo lo sacudió: el Niño Jesús no estaba en los brazos de la Virgen. La escultura, que tantas veces había contemplado con devoción, parecía incompleta. Se puso de pie de golpe, recorrió los pasillos gritando con el alma en vilo:
—¡Se han llevado al Niño!
Cuando volvió a la imagen de María Auxiliadora, lo vio. Pequeño, radiante, con una sonrisa traviesa y los piececitos completamente sucios. Como si hubiera estado corriendo, jugando, bailando por la Basílica.
Se arrodilló, temblando y con delicadeza, limpió la tierra de sus pies. Entendió entonces lo que muchos ya sabían: Cuando los hijos de María celebran con gozo su fiesta, el Niño Jesús baja a jugar entre ellos.

Este relato no es un cuento de niños, sino una verdad profunda envuelta en ternura. Porque cuando se honra a María con amor verdadero y no con apariencias (cf. Don Bosco, Epistolario), el cielo entero se alegra.
Don Bosco lo entendió bien. Él, que pasó su vida confiando en María Auxiliadora, enseñaba que:
«En el cielo nos quedaremos gratamente sorprendidos al conocer todo lo que María Auxiliadora ha hecho por nosotros en la tierra.»Don Bosco, Memorias Biográficas XVIII, 263
Y también decía con firmeza:
«Es imposible ir hacia Jesús si no pasas por el Amor a María.» Don Bosco, Palabras al Oratorio, 1875
Esta historia nos interpela como comunidad. ¿Nos sentimos parte de una Iglesia donde Jesús quiere correr descalzo entre nosotros? ¿O mantenemos nuestros templos tan fríos que el Niño prefiere quedarse quieto en los brazos de su Madre?
María está en medio de su pueblo. Su título de Auxiliadora de los cristianos, proclamado por el Papa Pío VII en 1815, no es un símbolo más, sino un llamado a reconocer su poder de intercesión y su presencia maternal en la vida de cada creyente. Como Madre, no nos suelta de la mano, aunque el camino se vuelva oscuro.
Don Bosco lo repetía a sus muchachos, como se repite una consigna para no olvidar:
«María ha sido siempre mi guía. El que pone su confianza en ella nunca quedará defraudado.» Don Bosco, Memorias del Oratorio

Una exhortación desde lo cotidiano
Hoy, al iniciar el mes de María, no se trata solo de coronas de flores ni de rezos por costumbre. Se trata de abrirle la puerta de nuestras casas, de nuestras vidas, de nuestras parroquias. De permitirle ser Madre viva en la Iglesia, no un adorno litúrgico.
Recordemos que María quiere la realidad, no las apariencias (Don Bosco, Cartas desde Roma, 1884). Quiere hijos sinceros, comunidades orantes, manos que se tienden al pobre, jóvenes que confían, familias que se entregan.
Y cuando esto ocurre, el Niño vuelve a correr descalzo entre nosotros, no en una basílica lejana, sino en el alma de cada comunidad que ama de verdad.
Conclusión
Que este mes de mayo no pase como uno más. Celebremos con alegría, con fe encendida, con ternura de hijos. Demos a María el lugar que le corresponde en nuestros hogares, nuestras comunidades y nuestros corazones.
Y tal vez, si estamos atentos… veamos también nosotros al Niño, con sus piececitos sucios de alegría, porque en su Madre, la Iglesia ha encontrado nuevamente su aliento.